Alejandro solía tener una vida apacible, marcada por las horas tranquilas en su casa de campo, rodeada de árboles que, al mecerse con el viento, parecían susurrar secretos de tiempos lejanos. Pero desde la partida de Lucía, su vida había cambiado radicalmente. El silencio de la casa, antes reconfortante, ahora le parecía una burla constante, un recordatorio de su amor perdido. Cada rincón le devolvía la imagen de Lucía: su risa en la sala, su aroma impregnado en las sábanas, y sus pasos ligeros que, en su mente, aún resonaban en el pasillo.
Una noche, en un intento por calmar el tormento de su corazón, Alejandro salió a caminar. La luna iluminaba el camino, y las sombras parecían cobrar vida bajo su mirada nostálgica. Se sentó bajo el gran roble donde él y Lucía solían compartir sus charlas, y en un arranque de sinceridad, comenzó a hablar en voz alta como si ella estuviera allí. “Lucía, ¿cómo te olvido?”, murmuró, con la voz rota. Era incapaz de entender cómo una persona podía marcar tan profundamente su vida. Las palabras le salían con dolorosa claridad, y en su desvelo, pensó que quizás al expresar su dolor podría sanar.
Pasaron los días, y Alejandro comenzó a escribir en un cuaderno. Las palabras brotaban de su alma con una facilidad que antes le resultaba imposible, como si cada línea lo acercara un poco más a aceptar la realidad. Escribió sobre el amor, la pérdida, el sacrificio que implica amar, y lo inevitable que era sufrir al entregarse completamente. Con cada palabra, parecía exorcizar un pedazo de su dolor, pero al terminar cada página, una sensación de vacío lo embargaba, y la tristeza volvía con fuerza renovada.
Alejandro se dio cuenta de que Lucía se había convertido en una presencia inamovible dentro de él, un eco constante que resonaba en cada momento de su vida. Intentó retomar sus actividades, ocupándose con cosas sencillas para alejar los pensamientos de su mente. Pero cualquier pequeño gesto, cualquier pequeño aroma o palabra, le devolvía a ella, haciéndole saber que aún estaba atrapado en su recuerdo. Había buscado la libertad de su memoria, pero en vez de alejarse, sentía que cada día se hundía más profundamente en el amor que aún le tenía.
Un atardecer, mientras contemplaba el cielo tornarse de tonos rosados y naranjas, Alejandro sintió un extraño sosiego. Con el último rayo de sol iluminando sus ojos, aceptó que su amor por Lucía no desaparecería nunca, y que, aunque fuera doloroso, era una parte de él que debía abrazar. No era un lazo que pudiera romperse, sino algo que lo acompañaría siempre, como un tatuaje invisible en su alma.
Desde entonces, en lugar de huir de los recuerdos, Alejandro decidió acogerlos, permitiéndoles un espacio en su vida sin dejar que lo dominaran. Volvía a sentir la presencia de Lucía, pero ahora no como una carga, sino como una fuerza interna que lo hacía más fuerte, que lo empujaba a vivir cada día con la misma intensidad con la que una vez amó. Sabía que su amor estaba destinado a vivir en sus recuerdos, y que mientras él continuara adelante, ella, de alguna manera, seguiría existiendo en su corazón.
Así, en cada día y en cada noche, Alejandro logró encontrar un nuevo tipo de paz, una que le permitía vivir en armonía con su amor y su dolor. Sabía que siempre sería esclavo de ese amor, pero ahora, en vez de una prisión, era un espacio en el que podía encontrar consuelo y recordar a Lucía con la serenidad de quien ha aceptado su destino.
Autor: Mauricio Jomma